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I don't speak spanish

La primera vez que nos fuimos de vacaciones fue también la primera vez que descubrí que mi papá hablaba inglés. Sabía que su abuela era inglesa, que en su casa de chico se hablaba en otro idioma ocasionalmente, hasta sobrenombre en inglés tenía, pero nunca, nunca lo había escuchado decir una palabra en inglés a él.

Habíamos estacionado el auto en una plaza para ir no sé dónde cuándo se nos acercaron un grupo de gitanas. Polleras largas y coloridas, camisas holgadas, pañuelos en el pelo y un brillo de brujería en los ojos. Muchos les tenían miedo, se decía que robaban los niños, que eran traicioneros. Pero yo no tenía miedo. Todos los autos que compró papá se los compró a los gitanos. Lo acompañé algunas veces a los asentamientos de carpas en descampados y baldíos. Los conocía, me gustaba su tono directo, imperativo y las alhajas que colgaban en el pecho.

-I don't speak spanish- dijo mi papá de repente cuando se le acercaron. Me dejó pasmada y no solo a mí. La gitana que insistía con leerle la suerte se fue maldiciendo.

-Gringo de mierda- dijo mientras se alejaba. Era cierto, mi papá parecía un gringo. Medía casi un metro noventa y era corpulento, daba la talla para el insulto. Cuando lo escuchamos, nos aguantamos la respiración, y al verla casi en la esquina soltamos la carcajada, y él orgulloso por su chanza se lucía con la pelada al viento.

Cuando era chica la gente no viajaba, al menos la gente que yo conocía. Irse de vacaciones era una rareza, hasta descansar estaba mal visto. Cuando yo era chica usaba ropa que estaba de moda en los '70, joggings que se habían puesto al menos dos generaciones de desconocidas hijas de amigas de mi madre. Generalmente no tenía frío, me bañaba en el mar en agosto hasta que me quedaban los labios violetas e iba a la escuela sin abrigo, desafiando la helada que congelaba los charquitos. Usaba zapatillas de lona, vivía en la calle y me llenaba de garrapatas con el perro de los vecinos.

Pero ese año, no sé muy bien por qué, nos fuimos de vacaciones. Nos subimos a nuestro viejo Renault 12 y partimos hacia el extranjero, hacia Chile. Recorrimos más de 3000 kilómetros. Éramos mi mamá, mi papá, mis dos hermanos, que ya tenían unos veintitantos, sus novias (luego esposas, luego exesposas) y yo. Tenía unos 12 años, acababa de terminar séptimo grado y estaba a punto de comenzar la secundaria en una escuela nueva. Me sentía entusiasmada, con miedo de iniciar un viaje tenebroso y fantástico.

Mi bolso se armó muy rápido. Tenía un solo jean, una campera de corderoy y algunas remeras viejas. En el bolsillo iba mi walkman, una pieza digital que era lo más tecnológico que había en mi vida, una puerta a una dimensión personal, a la radio sonando a la madrugada, un pedazo de mundo donde podía perderme. Adentro, el cassete que me acompañó durante miles de kilómetros: La La La, conjunción perfecta de poesía y locura de la mano de Spinetta y Páez. Prendida a los auriculares me hice parte del aire y me atiborré de amor escuchando: Instant-taneas.

Salimos de Viedma muy temprano, a eso de las cinco, e hicimos un tramo largo y caluroso, era verano y el sol de la meseta es implacable. Nos pegábamos a los asientos de cuerina y avanzábamos kilómetros enteros con las ventanillas abiertas, con un zumbido intenso envolviéndonos. Al volante mi papá, mi mamá a su lado cebando algún mate ocasional y atrás uno de mis hermanos y yo. Los otros se nos unirían en Bariloche porque viajaban en tren.

La primera parada fue 780 kilómetros después de casa, en Piedra del Águila, un pueblito de Neuquén donde el viento me sacudía el pelo y la tierra armaba remolinos calientes que te llenaban los ojos de fragmentos de sierras. Bajar a la estación de servicio y tomar un café con leche me pareció un comienzo auspicioso, signo de que lo inusual sería la regla. No estaba acostumbrada a ver a mi mamá dirigirse a un mozo, pedir la cuenta, observaba sus movimientos como clienta con los ojos bien abiertos, como si intentara desmenuzar cada paso de ese vínculo pasajero.

Nuestro destino estaba al otro lado de la cordillera, descansamos en Bariloche y al día siguiente emprendimos viaje para atravesar el Paso Cardenal Samoré. En mi fantasía, el paso era una suerte de división de las aguas, al estilo Moisés. Imaginaba un camino que cortaba las montañas, pero me encontré con algo bastante más vertiginoso, una ruta angosta de abismos y árboles inmensos, espesos y por momentos oscuros.

Yo me hundía en el asiento, me ahogaba de pánico y miraba a mis padres pensando: ¿Saben lo que hacen?, ¿Están locos? Avanzábamos en un terreno riesgoso, con el auto explotado de mochilas que ocupaban el baúl, el interior y el portaequipaje, cuando empezó a llover. Entonces cerré los ojos. Creía que eran unos tarados que no sabían irse de vacaciones, que no habían previsto este inmenso peligro. Me asusté, obviamente íbamos a morir.

Resultó que no, y rozando la noche llegamos a Osorno, una ciudad gris y amarronada con un volcán perdido en la bruma allá en el fondo. Estábamos todos juntos y eso me comenzaba a inquietar. Para trasladarnos se hacían arreglos permanentes, algunos iban en colectivo, a dedo, no podíamos comunicarnos solo fijar una fecha, un lugar y momento de encuentro. ¿Y si nos perdemos?, ¿y si se rompe el auto? A nadie parecía preocuparle.

Osorno era un lugar que no era un destino. Era una ciudad rara, polvorienta. ¿Para esto vinimos hasta acá?, me pregunté mientras veía las sonrisas relajadas en el resto de la familia. Al parecer todos estaban disfrutando y yo me convertí en el patito feo del viaje.

-¿Por qué tenés esa trompa?- me preguntaban mis hermanos. No solía contestar. Me ponía más taciturna y molesta con cada kilómetro recorrido, me refugiaba en las canciones en un viaje interno que los demás fingían no entender.

Entonces los días se convirtieron en sándwiches de muchas capas, algunas ácidas y de paisajes sombríos, y otras más saladas y sabrosas. Esas me hacían muy feliz, me relajaban, podía querer de nuevo a esos extraños viajeros que me acompañaban, me sentía niña otra vez entre ellos participando de un ritual pagano que se forjó en una continuidad salsuda y exótica de "bifes a lo pobre".

Este platillo extravagante era digno de ser honrado por el pueblo, los rejuntados, los veraneantes sin dinero. En un puestito fiero, con mesas de fórmica verde y una luz blanquecina, esos siete locos que éramos conocimos la palta. Verde y un toque amarilla. Sedosa, pastosa y fresca. Una montaña suntuosa cubría el interior crocante de papas fritas, huevos fritos y morrones. La bandeja con carne y compañía se colocaba en el centro y con el tenedor se atacaba en colectivo a esa presa apetitosa hecha para manadas. Ni nos ponían platos.

En Puerto Montt llegamos al mar encerrado en una bahía que parecía un caldero. Aunque siempre vivimos sobre el atlántico, en mi casa se comía carne con. Carne con fideos, carne con ensalada, carne con verduras hervidas, escalopes de carne, un humor proteico y animal estaba instalado en la cocina. En esta ciudad costera conocimos un barco pesquero de cerca. A mis padres les gustaba asomarse y ver la faena, charlar con los pescadores, sorprenderse con los bichos de mar y explorar los cajones de erizos amarillos y gelatinosos.

Nos alojamos en una hostería familiar, una gran casa frente al mar de color azul con ventanas y marcos blancos atendida por una mujer muy afectuosa. Había muchas habitaciones, algunas con formas extrañas, triangulares y oscuras. Tantas parejas y una nena no combinaban, así que vivía rebotando en habitaciones, sentía que nadie quería estar cerca de mi humor preadolescente y hasta lloré de la bronca en el desayuno. "¿Qué le pasa a la niña?" preguntó la dueña de casa cuando me vio comer pan entre lágrimas. Y como se usaba en esa época, nadie prestó demasiado interés a mis quejas.

Sin muchas preguntas, me arrastraron al mercado. Era un lugar húmedo, oscuro, oloroso, parecía una caverna. A cada lado de un largo pasillo, se acomodaban interminables puestos de madera. Cada uno atendido por una pareja que con una pequeña parrilla montaba un puesto de comida completo. Las mesas eran compartidas y tenían hules de colores, llenos de flores y estampas a cuadritos. "Salmón a la mantequilla" fueron de las pocas palabras que emití durante esos días. Estaba indignada con esta familia que no me daba bola. Me sentía un poco sola, un poco esperando mi turno, comiendo, adaptándome.

En un país tan finito es raro estar lejos del agua y el lago Llanquihue me dio un baño lluvioso de arcoíris. La playa estaba rodeada de puestitos y carros de comida. Había más espacio, más horizonte y una especie de brisa reparadora recorría el aire. Hacía frío y eso me ponía de mejor humor. Viajar en auto era una sucesión de paisajes, momentos, tiempo que corre hacia adelante. Estaba entendiendo qué era esto de ser muchos todos juntos y a todos lados, ser todos diferentes, quererlos y odiarlos al mismo tiempo.

Me compraron con papas fritas y picante. A fuerza de conos rebosantes y chorros de una salsa roja dulzona e intensa que hacía arder la garganta y llorar los ojos, me empecé a reír borracha de fritos y compañía. Creo que estaba cansada de estar malhumorada, furiosa, con ganas, entretenida. Me dejé de joder por un buen rato, tosí, hasta me atraganté de la emoción. Era el momento de irse y recién me estaban gustando.

El regreso se me pierde. Volvimos solos. Mis hermanos y sus novias se quedaron de mochileros, por ahí, viajando. Cada paso de ese viaje se convirtió en una instantánea intensa, con rincones desenfocados, risas lejanas, olores, texturas, primera vez. Papá, mamá y yo retornamos a nuestra rutina de tres, a la soledad de las tardes de siesta, a los comienzos de escuela, a los menús de carne con… volvimos a ser los mismos, y no.

Miró esos días y mi memoria se pone golosa de sabores, personas, espacios. Cuando escribo mamá o papá me vuelvo chiquita de nuevo. Nos veo sentados en miles de mesas, en miles de viajes, de kilómetros, de metros, de fuegos, reuniones y comidas. Papá es la tortilla de fariña del puchero, mamá los ñoquis de papa, mi hermano Paulo las milanesas, Guillermo el cordero, Shirley las empanadas fritas, Vivian los pletzalej y yo, todavía no sé muy bien, tal vez soy la papa frita que escribe y recuerda.

En una plaza de Ancud papá se cruzó con la gitana, "ven que te leo la suerte" le dijo. Qué bien estuvo no saberla, qué bien estuvo seguir manejando ese auto destartalado bajo la lluvia escuchando música hundida en el asiento, parando en hosterías baratas atendidas por mujeres afectuosas de pecho amplio y pollera de delantal. Qué bien hicimos en seguir juntos todo el tiempo que pudimos hacerlo.





Maria Campano @maria.campano

🎧 Fito Paez-Instant-taneas

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