Ni caso. No voy a hablar de esa primera vez que en verdad a nadie la interesa, sino de esa otra primera vez. Aquella que se vive a solas y golpea tan fuerte que despierta y eleva tan alto que parece un sueño. Me refiero a esa primera vez que escuchamos una canción y la letra no nos importa en lo más mínimo porque la voz (y la vez) actúa como un arrullo que nos lleva, una y otra vez, a ESE lugar. Mi hermana tendría unos diecinueve años, lo que significa que yo apenas rozaba los seis con la yema de los dedos. Llevaba un año trabajando en Aerolíneas Argentinas, como azafata y de cada uno de sus viajes traía discos de vinilos. Para mí eran como platillos voladores que llegaban en una valija, desde muy, muy lejos. Tenía cientos en su casa: ABBA, Simon & Garfunkel, KISS, Queen, Van der Graff Generator, Bowie, Jethro Tull…
Los sacaba de su cofre, para mí, por la manera en que solía mirarlos, eran como tesoros (a veces quería que me mirase y me mimase así), los limpiaba y los ponía en un Magnavox que se había traido desde California.
Solía sentarme y ver el espectáculo que improvisaba delante mío durante 45 minutos. A veces me quedaba dormido directamente en la alfombra, y otras me atrevía a tararear con el cuerpo una melodía, imitándola, para que me sonriera.
Un día, al regresar de Londres, vino corriendo, me abrazó y me dijo que tenía una sorpresa para mí y me mostró un disco. Tenía las letras azules, la foto de un hombre con unos anteojos enormes y un flequillo muy raro y me dijo:
“Hoy vas a hacer de Elton John”
Me puso unos zapatos con tacón enormes, unas gafas de sol tres veces más grande que mi cara y me dibujó un piano con libros y cubiertos. Fue entonces cuando puso Tiny Dancer. Hasta ese momento, todo lo que había oído me parecía parte de lo mismo. Sí, sabía que había diferencias, pero las mismas que ve un turista cuando toca el mar. Tiny Dancer, en cambio, me hizo pescador: de pronto entendí todo, como si hablara ESE idioma. Era un arrullo que tenía mi nombre y un ritmo que tenía mi cuerpo. Eso no hay forma de imponerlo, pero todos lo hemos vivido alguna vez, a los cinco, a los siete, a los 10 o a los 30 años. Nadie te tiene que explicar cuando te enamorás y, del mismo modo, nadie te tiene que avisar que esa canción se te va a quedar el resto de tu vida.
Mi hermana tuvo que poner la canción unas treinta veces hasta que le prometí la última.
Pasaron más de 40 años de aquello. Hoy, si voy en el coche, si estoy comprando algo o esperando a alguien y la escucho, inmediatamente huelo a aquel piso de mi hermana, me miro los pies esperando tener unos zapatos con tacones, sonrío para adentro y se me rebelan las lágrimas de hombre en público. Y no me importa, porque en ese momento vuelvo a rozar los seis años con la yema de los dedos.
✏ Juan Scaliter @juanscaliter
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